Decíamos en nuestro anterior artículo que ser el relator de sucesos no constituye a nadie, ipso facto, en creador de una obra de propiedad intelectual. Es menester la creatividad necesaria a la que también aludimos en otras entregas. Un mero relato puede no bastar; piénsese en una simplicísima narración que yuxtaponga hechos sin más, por ejemplo: salí al amanecer en el coche, se me cruzó un ciervo en la carretera, tuve un accidente, quedé herido de un brazo, el coche destrozado, llamé a la guardia civil y me evacuaron en ambulancia. Tampoco el hecho de ser la sola fuente de los hechos o sucesos erige a ésta en titular de ningún derecho de propiedad intelectual.
Los hechos, como decíamos, no pertenecen a nadie, ni siquiera a sus protagonistas o únicos conocedores. Son las creaciones las que constituyen obras de propiedad intelectual.
Proponíamos el célebre caso del ‘Relato de un náufrago’, obra literaria del escritor Gabriel García Márquez. García entrevistó, como periodista, al único superviviente de un naufragio en su Colombia natal para componer un reportaje que más tarde se publicó como libro. Para ello habló con el protagonista y con otras personas del entorno de los sucesos, y se documentó debidamente. El grueso de la información, como es natural, provino del marino, Sr. Velasco, pero eso no le convertía en titular de la obra que compuso el Sr. García. El desarrollo del caso es muy edificante y está excelentemente resumido (¡cómo no!) en las memorias del propio García Márquez (Vivir para contarla. Ed. Mondadori, 2002, pág. 572 y ss.), que transcribimos seguidamente:
<<Quince años después de publicado el relato en El Espectador, la editorial Tusquets lo publicó en un libro de pastas doradas, que se vendió como si fuera para comer. Inspirado en un sentimiento de justicia y en mi admiración por el marino heroico, escribí al final del prólogo: “Hay libros que no son de quien los escribe sino de quien los sufre, y éste es uno de ellos. Los derechos de autor, en consecuencia, serán para quien los merece: el compatriota anónimo que debió padecer diez días sin comer ni beber en una balsa para que este libro fuera posible”.
No fue una frase vana, pues los derechos del libro fueron pagados íntegros a Luis Alejandro Velasco por la editorial Tusquets, por instrucción mía, durante catorce años. Hasta que el abogado (…) lo convenció de que los derechos le pertenecían a él [por ley], a sabiendas de que no eran suyos, sino por una decisión mía en homenaje a su heroísmo, su talento de narrador y su amistad.
La demanda contra mí fue presentada (…) Al cabo de un largo debate que incluyó pruebas documentales, testimoniales y técnicas, el juzgado decidió que el único autor de la obra era yo, y no accedió a las peticiones que el abogado de Velasco había pretendido. Por consiguiente, los pagos que se le hicieron hasta entonces por disposición mía no habían tenido como fundamento el reconocimiento del marino como coautor, sino la decisión voluntaria y libre de quien lo escribió.>>