Para organizar una producción el productor se ve en la necesidad de recabar, a menudo mediante mera persuasión, el concurso de múltiples recursos humanos y materiales.
Se trata de un rompecabezas cuyo orden suelen dictar las circunstancias, no la lógica. Surge así la necesidad de asegurarse las piezas a medida que se pueda. Algunas tienen un valor doble: por su propia transcendencia en la producción y como catalizadoras, por cuanto a su vez puedan atraer otras.
El instrumento seguro para amarrar la participación de alguien en la producción es, obviamente, el contrato escrito que recoja el compromiso de las partes y su regulación. Ahora bien, esto no siempre es posible, a menudo porque haya quien hace depender su compromiso de que las demás piezas del rompecabezas sean cumplidamente reunidas por el productor.
En esta tesitura, las cartas de interés (también llamadas de compromiso) sirven para establecer un grado inicial de compromiso. En ellas, el productor recoge la promesa de alguien – una coproductora, un inversor, una actriz, un director, una distribuidora – de involucrarse en la producción llegado el momento. Esta promesa se puede luego hacer valer ante terceros a quienes presentarla como incentivo, de suerte que se avengan también ellos a participar en el proyecto. Diríamos que actúan como desencadenantes, o al menos eso se pretende.
La eficacia o, dicho de otro modo, el valor de las cartas de interés es variable. Si el compromiso se condiciona, su virtualidad quedará directamente sujeta a la verificación de tal condición. Por ejemplo, cuando la actriz H prometa participar solo si lo hace el actor B, o cuando el inversor X supedite su participación a la del director Y. Y su redacción suele reflejar, justamente, estas vicisitudes. Por lo general, no se otorgan en términos categóricos, sino que se construyen con oraciones subordinadas condicionales que atenúan sus méritos. La diferencia entre un compromiso firme y uno condicional es palmaria y no hemos de abundar en la disparidad de sus efectos.
Jurídicamente es de desear que los compromisos sean exigibles sin titubeos, pues solo los que cumplan esta condición pueden genuinamente tenerse por tales. Sin embargo, la realidad es más escurridiza y los productores pueden verse abocados a aceptar débiles promesas cuya eventual exigencia es, en verdad, difícil o casi imposible. Es este, quizá, el principal problema de las cartas de interés.
El otro viene dado por su proliferación. Aun siempre presentes en el tráfico, su número parece variar como las modas, al albur de la coyuntura de la industria audiovisual. Aceptando que todas puedan reputarse de equivalente solvencia, el exceso de oferta las puede tornar de escaso valor, y, por el contrario, su escasez tampoco será garantía de efectividad como herramienta cuando los términos que contengan sean demasiado laxos.
No obstante, las cartas de interés cumplen una función cierta y sirven a un objetivo claro. No deben, pues, desdeñarse. Se trata más bien de saber afinar en su planteamiento y en su redacción, de suerte que puedan servir adecuadamente al fin para el que se expidan.