Otro mito más, y más osado, que nos ha sido recordado recientemente es el de que las obras de propiedad intelectual ajenas pueden ser usadas libremente con tal de alterarlas mínimamente.
Por ejemplo, bastaría tomar una fotografía de una obra para eludir la necesidad de recabar el permiso de su titular de derechos para poder explotarla (si la fotografía es nuestra, podremos aprovecharla libremente, lucubra erróneamente este postulado). Otra opinión más común, pero del mismo orden, es la de que recortándole los compases se puede explotar una obra musical ajena eludiendo los derechos de sus titulares. Hay muchas más ideas, y más disparatadas aún, sobre cómo evitar la propiedad intelectual. Casi todas, por no decir todas, yerran.
La única manera de evitar la intelectual, como cualquier otra propiedad, es mantenerse alejados de ella. Si no queremos pedirle permiso al dueño de un coche para usarlo, lo más sencillo es que renunciemos a ese deseo. La alternativa, obvia, es robarlo, pero tampoco entonces habremos esquivado sus derechos, simplemente los habremos conculcado y habremos de arrostrar las consecuencias.
La transformación de obras de propiedad intelectual puede resultar en otras distintas, desde luego, pero para ello es imperativo disponer del consentimiento del titular de las primeras. Ya lo vimos al hablar de transformaciones ilícitas en otro artículo. Ciertamente se será titular de la nueva obra si es que la transformación consentida ha resultado en algo concebible como obra nueva, lo cual ni mucho menos ocurrirá siempre, pero la aquiescencia del titular de la obra antecedente seguirá siendo insoslayable para poder explotar la derivada.
Es un dislate pretender burlar al titular de una obra mediante el expediente de alterarla en mayor o menor medida. En primer lugar, porque alterar una obra ajena puede ser un atentado contra los derechos morales de su autor. Lo vimos también al hablar de un cuadro de Rembrandt, en otro artículo. En segundo lugar, porque en el mejor de los casos retornaríamos a la transformación mencionada en el párrafo anterior.
Tanto da que recortemos la duración de una música eliminando compases, o que, como sea, cercenemos o contraigamos una fotografía, una película, un poema, etc. Solo si reducimos la obra en cuestión a alguno de los elementos que la conformen, hasta despojarla de la sustantividad y distintividad que, singularizándola, la dotan de entidad, podremos eludir, por fin, los derechos ajenos. Claro que el resultado no será una obra de propiedad intelectual y no podremos reclamar sobre eso ninguna titularidad ni privilegio. Algunos acordes musicales, unas cuantas frases comunes, eso será todo. Nadie es dueño de lo que no es apropiable. Y esto también lo vimos al hablar de registrar las ocurrencias de cada cual, en otro artículo.
Las nociones que hemos ido diseminando en las entregas de esta sección no son solo válidas en sí mismas sino que, como puede comprobarse, asociadas contribuyen a despejar mitos que atañen a muchas de ellas.