Son multitud los modelos de documentos jurídicos que circulan de mano en mano y, cómo no, en Internet u otras redes humanas. No solo de contratos, los más abundantes, sino también de cesiones de derechos, autorizaciones y otros actos jurídicos.
De entre ellos podrán espigarse, sin duda, cosas que sirvan correctamente al fin para el que se hicieron. Pero también se hallarán errores, equívocos y construcciones deficientes que acompañen a aquellos, y se corre siempre el riesgo de perpetuarlos por descuido.
Los modelos tienen un valor no desdeñable como punto de partida o como referencia para elaborar los documentos que realmente hagan al caso. Es peligroso, sin embargo, darlos por buenos sin más, a veces confundidos por los oropeles de lo que parece un lenguaje técnico impecable aun cuando, bien mirado, no haya quien lo entienda por la sencilla razón de ser incorrecto pese a su buena apariencia.
Ya dijimos otra vez que los contratos no pueden valorarse al peso, ni los yerros se remedian mágicamente por el hecho de perpetuarlos. Errores graves, como las remisiones a normas jurídicas equivocadas o la invocación confundida de negocios típicos, pueden anular la eficacia de lo deseado o incluso abocarnos a resultados opuestos a los queridos.
Decimos que se puede recurrir a modelos bajo la premisa de que se haga como referencia inicial, pero habremos luego de revisarlos íntegramente para, habiendo verificado su conveniencia, adaptarlos a la medida. Para ello, primero es importante leerlos completos y asegurarnos de que los entendemos, al menos superficialmente. Las oraciones incomprensibles, las redacciones oscuras o confusas, los solecismos, erratas y demás defectos deben ponernos en guardia. No los convalidemos por el mero hecho de ser legos en Derecho: todos compartimos el español como vehículo de comunicación y este su primer valor no debe sacrificarse por infundados temores reverenciales. El documento ha de ser comprensible si queremos que sirva de algo. Si no lo es, descartémoslo.
En segundo lugar, su contenido ha de corresponderse con lo que busquemos. De nada sirve recurrir a un modelo ajeno a lo que tengamos entre manos: forma y fondo han de ajustarse suficientemente a la índole de nuestro propósito. Esto implicará que hagamos, con confianza, las modificaciones, grandes o pequeñas, que sean menester para atender a nuestros fines. Si el negocio es complejo, no confiemos su resolución a modelos sencillos, es obvio que fallarán. Y a la inversa, soluciones sencillas pero eficaces pueden no exigir tanta complejidad.
En tercer lugar, revisemos las remisiones a normas legales, letras pequeñas, anexos u otros complementos. Verifiquemos su completitud y la concordancia con el texto de los preceptos que se citen, descartémoslos cuando sean descaminados, sustituyámoslos
cuando haga falta.
Cuando las haya, escuchemos también a las demás partes contratantes y apreciemos sus contribuciones sopesándolas objetivamente. Incluso en modelos sencillos, el parecer de otras personas llamadas a servirse de los documentos debe tenerse presente y puede ser de gran provecho. Por último, y es inevitable decirlo, asistámonos de consejo profesional cuando todo lo anterior no sea suficiente.