Adam Elliot (‘Memorias de un caracol’): “Me han pagado más por hablar de mi carrera que lo que he ganado animando”

Rocío Ayuso para Audiovisual451.

Adam Elliot es un tímido que no para de hablar. Metódico, frugal y bastante recluso, el director australiano uno de esos artistas a los que le gustaría que le dejaran hacer sus cosas, escribir, animar, hacer cine, solito, él y sus muñecos de arcilla, a cambio de un plato de comida por debajo de la puerta. Sin embargo, lleva años en un no parar, participando en más de 700 festivales por todo el mundo, incluidos San Sebastián, Sitges o Valladolid, además por supuesto de Annecy, Toronto, los Globos de Oro o el Oscar. Todo esto para poder hacer lo que le gusta y ama desde niño: la animación y en especial la stop-motion. O como él dice, la “Clayografía”, término de su propio cuño con el que resume lo que hace, contar historias propias con mucho de biográficas dándoles vida con arcilla polimérica (más conocida como clay o comúnmente, plastilina).

Como comenta Elliot en esta entrevista para Audiovisual451, ese es el precio a pagar para poder seguir haciendo lo que le gusta, películas de animación “arriesgadas”, “para adultos” y “sin compromisos”. “También bastante ombligueras si quieres. Y me lo podría poner más fácil, lo sé. Haciendo cosas más a lo ‘Wallace & Gromit’ o lo que hacen en los estudios Laika. Soy mi peor enemigo. Pero me alegro de seguir mis principios”, reconoce con esa risa nerviosa, ojos saltones como los de sus personajes y un tembleque que le viene genético y que bien que muestra en sus animaciones, modeladas con formas nada perfectas.

Memorias de un caracol

El nombre de Elliot saltó a la fama con ‘Harvie Krumpet’ (2003), con el que consiguió el Oscar al Mejor Cortometraje de Animación. De ahí pasó a su primer largo, ‘Mary & Max’ (2009), hecho con 8,3 millones de dólares australianos (unos 5 millones de euros). Tuvieron que pasar 16 años -que se dice pronto- hasta su segundo largometraje, ‘Memorias de un caracol’, ganadora del Cristal en el Festival de Annecy, principal cita del cine de animación, además de candidata en la categoría de Mejor Filme Animado al Globo de Oro en su última edición. “Me voy a tener que dar más prisa que se me acaba el tiempo”, bromea quien cumplió este año los 53 años.

No es que sea fácil hacer animación independiente y mucho menos en stop-motion, pese a que la técnica está más en boca de todos que nunca. Pero por lo que cuenta este profesional que nunca ha querido hacer más que sus obras, ni anuncios ni otros spots que no sean sus cortos o sus largos, en Australia lo de hacer cine de animación es una broma. “Un hobby. Para nada una industria. Y mira que hay grandes profesionales. Y un gran trabajo en VFX y CGI. Pero, especialmente, si hablamos de stop-motion, no hay nada que hacer. Hubo momentos en los que me han pagado más por hablar de mi carrera que lo que he ganado animando”, reconoce ya sin tantas ganas de reír.

Así son todas sus películas, tanto los dos largometrajes como sus diferentes cortos, a los que hay que sumar ‘Uncle’ (1996), ‘Brother’ (1998), ‘Cousin’ (1999) y ‘Ernie Biscuit’ (2015). Siempre son historias en las que uno no sabe muy bien si reír o llorar con la tragicomedia de vida a la que se enfrentan personajes con el síndrome de Tourette (‘Harvie Krumpet’), con vidas solitarias que solo encuentran la amistad en alguien con el síndrome de Asperguer (‘Mary & Max’) o gemelos hijos de un padre paralítico cuyo amor por coleccionar caracoles se va de las manos (‘Memoir of a Snail’). Para esta última cinta que se estrena este viernes en España bajo distribución de Madfer Films, el hijo de un clown malabarista y de una peluquera se inspiró en su propia familia en lo que se refiere a ese síndrome de Diógenes que afecta a sus personajes, acaparadores compulsivos. Pero piensa que la película también ha conectado mucho con la audiencia tras el sentimiento de aislamiento que todos vivimos durante la pandemia. “El público ha respondido más que a ‘Mary & Max’, llorando, riendo y sobre todo aplaudiendo y en pie con el final feliz”, destripa el realizador que se ha sentido así más cerca de su padre, recién fallecido. “Al fin y al cabo él solía decirme que nos dedicábamos a lo mismo. Hacer reír y hacer llorar al público”, recuerda.

Memorias de un caracol Adam Elliot

El camino fue algo diferente. Dibujante incansable, Elliot se metió en el Victorian College of the Arts donde se acabó graduando de cine y televisión con un postgrado en animación. “Pero lo mío era dibujar. Mancharme las manos. Dibujar es mi yoga, mi forma de meditar. Nunca podría dedicarme a la animación por ordenador. El dibujo, el modelado, es algo que me sale de dentro, un algo primal”, sentencia. Eso sí, su método de trabajo no es nada primitivo, muy regimentado y lineal. “Nunca escribo en cafés. Tengo que hacerlo en casa. Empiezo a las 5 de la mañana con la cama hecha y después de haberme documentado bien”, admite de una de las fases que más le gusta en su trabajo. También le encanta animar, aunque ahí es mucho menos rígido. “Ensayamos cada escena -reconoce del proceso que siguió con un equipo de unas 150 personas, entre ellas 7 animadores, 8 cámaras y 30 en el departamento de arte, con las que trabajó en ‘Memorias de un caracol’-. Pero luego me gustan los accidentes. Los animadores tenemos mucho de megalómanos. Nos creemos dioses que controlamos todo lo que creamos, incluso los accidentes”.

Lo que está fuera de su control es que el público se acerque a su obra. Autor independiente, ésta es la primera vez que cuenta con algo más de apoyo a la hora de la promoción ya que IFC adquirió la película en Estados Unidos. El resto se lo ha currado a base de viajes y festivales por donde ha cosechado premios y alabanzas. “Me encantó el pase en el Festival de San Sebastián. El público se puso en pie al final de la película para aplaudir. Fue una reacción muy especial, especialmente teniendo en cuenta lo delicado que es el tema”, se alegra. Eso sí, coincide con Pedro Almodóvar que todo el tiempo que dedica a la promoción le aleja de su próximo título. A Elliot le gustaría ser como Woody Allen y poder estrenar una película cada año y no una cada 16 pero sabe que su capacidad no es la misma que la de otros estudios de stop-motion como Aardman, a quienes admira. ¿Y de qué ha vivido todos estos años entre película y película? Se ríe. “Soy muy frugal”, recuerda. “Además, doy clases a veces aunque no me gusta. También escribo guiones y afortunadamente mi compañero trabaja”, admite quien fue el primer miembro del colectivo LGTBQ en conseguir un Oscar a Mejor Cortometraje de Animación.

Aunque tonteó con la idea de conseguir financiación en Europa, especialmente en Francia donde hay una industria cinematográfica que ama la animación, Elliot asegura que volverá a financiar su próxima película en Australia haciendo uso de los incentivos fiscales locales y espera que algo de inversión privada, quizás extranjera. “Para eso sirven los premios”, acepta celebrando la candidatura que defendió al Globo de Oro, los premios que obtuvo en Annecy, Londres, Sitges y Ottawa entre otros y las 11 nominaciones que consiguió ‘Memorias de un caracol’ en los premios AACTA, algo así como los Oscar australianos. “Para provocar una reacción y que quieran que me quede en Australia”, añade pilluelo.

Pese a ser el tercer largometraje, habrá mucho que hacer porque entre película y película y sin una industria australiana de la animación y menos aún del stop-motion, su estudio, todos esos profesionales que en muchos casos formó recién salidos de la universidad, dejaron el país en busca de trabajo. Pero confía en la vuelta de muchos de ellos, enamorados de un estilo más purista que en otras películas de stop-motion dado que Adam Elliot sigue sin utilizar impresoras 3D en sus personajes, todos ellos modelados a mano. La armadura interna es lo único que no es manual. “Que conste que iba a probar algo menos artesano pero mis amigos y compañeros insistieron en que me mantuviera fiel a mi estilo”, aclara. Ni tan siquiera siguen en su estudio los muñecos de su película, todos ellos también de gira para apoyar la distribución de Memoir of a Snail. De hecho, hasta el 20 de marzo todos ellos se han dado cita en el Museum of the Moving Image en Nueva York en una exposición dedicada enteramente a la “Clayography” de Adam Elliot.

Mientras goza con este reconocimiento a su obra y a su recién auto bautizado estilo, alguien asoma tímidamente junto a Elliot. Se trata de la pequeña Grace Pudel, protagonista de ‘Memorias de un caracol’ a quien da voz en el filme la actriz Sarah Snook. La escultura tiene varios rotitos de tanto viajar junto al hombre que le dio vida, que incluso la lleva a las galas de premios. “No lo negaré, es mi preferida”, añade meloso de un personaje al que da movimiento durante la entrevista a pesar de no tener piernas. Un amor pasajero, quizás, porque en su cabeza ya está cociéndose su próximo filme, ese que define como un “road-movie” en Australia, una especie de ‘Thelma & Louise’ pero hecha con plastilina. “Para esto también sirven los premios. Para sentir la satisfacción de haber dado a luz y el deseo de volver a quedarme embarazado”, explica. El último escoyo, la financiación. ¿Y la Inteligencia Artificial, le preocupa? “Sinceramente, la IA solo ha aumentado el valor de la stop-motion porque se siente que está todo hecho a mano, por personas de carne y hueso. Y eso a la audiencia le encanta. Yo lo siento mucho por todos mis amigos que trabajan en 2D o CGI, porque tienen sobre sus cabezas la amenaza de una competencia más rápida y barata. Pero yo estoy a salvo. Sólo me pregunto por qué no hay una IA que sustituya a los políticos”, concluye con un puyazo quizá dirigido a aquellos que hicieron de estos últimos 16 años un muy, muy, muy largo embarazo.

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