Cuántas veces habremos dicho que los contratos están para guardarlos en el cajón, cogiendo cuanto más polvo mejor. Los contratos salen de allí cuando las cosas se ponen feas y es entonces cuando se les ven las vergüenzas de no haber previsto adecuadamente la resolución de conflictos.
Por eso, a nuestro juicio, la mejor manera de afrontar un contrato es sin tapujos. Poniendo sobre la mesa esos, tan razonables por habituales, futuros e hipotéticos momentos malos. A estos efectos, la experiencia de los que nos vemos en los tribunales defendiendo posiciones que no han quedado aclaradas de antemano es un valor añadido. Siendo nuestra obligación, consideramos proponer a los contratantes situaciones embarazosas, para que colaboren de mutuo acuerdo, y de antemano, en la definición de la solución prevista para ese hipotético desencuentro.
Es cierto también que, además de ser imposible, no es necesario anticipar la respuesta a todas y cada una de las preguntas que nos puedan surgir sobre eventuales controversias futuras. Es imposible por razones obvias, y no es necesario en cuanto haya normas que aporten esa respuesta. Hay quien prefiere recoger esas normas en los propios contratos, haciéndolos enormemente extensos. En todo caso, es necesario para cada parte conocerlas, a cuyo fin no es razonable pensar que para eso está el asesor jurídico de la contraparte.
En los siguientes capítulos de este artículo vamos a dar algunas pautas básicas para gobernarse entre contratos, y traeremos ejemplos de silencios, más o menos reiterados, que nos hemos encontrado en los contratos más habituales del momento eufórico del proceso audiovisual (desarrollo, coproducción, etc.). Silencios que, en los momentos malos, han generado problemas a las partes o, cuando menos, desagradables sorpresas a alguna de ellas. Empezaremos con el mayor de los silencios: la falta de contrato (escrito).