Uno de los tantos mitos que circulan por ahí consiste en la creencia de que los contratos sólo existen cuando algo se firma entre las partes. Craso error: en nuestro ordenamiento jurídico, los contratos se perfeccionan por el mero consentimiento de las partes. Es decir, salvo contadas excepciones, basta que dos o más personas (naturales o jurídicas) se pongan de acuerdo en algo para que nazca un contrato. No hace falta ninguna solemnidad, ni siquiera se requiere su expresión por escrito.
Un contrato no es más que el acuerdo de sus protagonistas para hacer, no hacer o darse algo, y para eso, dice la ley, es suficiente con haberse entendido. Aunque no lo pensemos, cuando compramos un periódico concertamos un contrato de compraventa con el kiosquero; cuando nos subimos a un tren mediante un billete, hemos acordado un contrato de transporte de pasaje, y así ad infinitum.
Ahora bien, en cuanto nace, el contrato implica todas las consecuencias que prevén las leyes. La principal es que deviene obligatorio para las partes, de hecho, se convierte en ley para ellas. Por tanto, cualquiera de las partes (siempre habrá varias, desde dos hasta multitudes) podrá exigir de las restantes el cumplimiento de lo pactado, o que las que lo incumplan le indemnicen por ello.
Mejor por escrito
Se colige de esto que es crucial saber qué se ha pactado, en qué términos y condiciones, para conocer qué hemos de hacer, no hacer o dar, y viceversa. Por esta elemental cautela, saber a ciencia cierta en qué se quedó, es capital recoger los contratos por escrito. La palabra hablada se la lleva el viento, y los recuerdos son traicioneros y, por lo general, favorecen a quien los evoca. Mejor resulta ponerlos en negro sobre blanco, cada cual con un ejemplar del contrato escrito y bien firmado, al que poder referirse con certitud.
La otra razón poderosa para que los contratos se escriban es la necesidad de una evidencia que acredite, en caso de controversia, lo que efectivamente se acordó. Aunque cualquier medio de prueba es admisible (por ejemplo, el testimonio de testigos, o indicios como albaranes o facturas, correspondencia, etc.), los documentos escritos son la forma por antonomasia de acreditar su existencia y contenido.
Y aun así, con frecuencia los contratos, porque admiten diversas interpretaciones, por su complejidad, por defectos en la redacción, por su laconismo o por otros muchos motivos, no logran colmar esta función con total efectividad. Se hace entonces necesario solventar las discrepancias, sea amistosamente, sea recurriendo al auxilio de un tercero, normalmente un árbitro o, si recurrimos a la Administración de Justicia, un juez.
No necesitamos explicar la utilidad de disponer en ese momento de un instrumento veraz e indubitado para no depender de recuerdos, creencias o afirmaciones, a menudo contradictorias, de las partes en discordia.
Por eso, cuando decimos que hemos llegado a un acuerdo, pero que no hay contrato, en realidad queremos decir que carecemos de su expresión escrita. Será difícil demostrar su existencia si no disponemos de otros medios de prueba y el contrario lo niega, ciertamente, pero existir, habrá existido. Mejor ponerlo por escrito.