Las relaciones negociales son, en gran medida, como las relaciones personales: todo va bien y todo vale mientras estemos de acuerdo. Como se suele decir, nos llevaremos bien hasta que dejemos de llevarnos bien.
Aun siendo de Perogrullo, escuchamos con inusitada frecuencia ilusas afirmaciones de ese estilo de boca de productores y otros profesionales, dispuestos a arriesgar tiempo, esfuerzo y capital con compañeros de negocio sin más garantía que su buen entendimiento.
Craso error. Como ya hemos explicado en otras entregas, los contratos, además de cumplir una función de guía o manual de instrucciones para quienes los otorgan (cómo ha de afrontarse una coproducción, por ejemplo), constituyen, junto con las leyes que de modo supletorio rigen en las materias respectivas, el cinturón de seguridad en caso de siniestro.
El cinturón podrá resultar más o menos efectivo, o sea, el contrato será más o menos acertado, pero es indefectible que en su ausencia el daño resultará multiplicado, cuando no fatal.
Es habitual que los contratantes acuerden poner en común distintas aportaciones para un fin compartido: la elaboración de un guión, la realización de una producción, la comercialización de cierta propiedad intelectual, etc. Habrá quien ponga industria o quien ponga capital, más a menudo será una mezcla de ambas índoles la aportación de cada cual. Si el negocio culmina con éxito, habremos obtenido una propiedad compartida (copropiedad, de ella hablaremos en futuras entregas), y seremos felices dividiéndonos sus rendimientos como buenos hermanos tras el arduo trabajo. Estupendo.
Pero, ¿qué pasa si no llegamos a culminarla, sea por voluntad propia, sea por circunstancias indeseadas? En términos coloquiales, tendremos que partir peras. La ley prevé que, en tales casos, las partes se restituyan sus respectivas aportaciones. Buena previsión, sin duda, pero rara vez es posible llevarla a fruición sin más. Si hemos elaborado un guión entre varios, o contribuido indistintamente con trabajo, tiempo y dinero en el resultado final (ahora frustrado a mitad de camino), ¿cómo repartir el resultado?
Aquí es donde un contrato bien planteado resultará crucial. Prever cómo se han de compartir las titularidades (es decir, quiénes serán dueños de algo, en qué proporciones), cómo se imputarán y distribuirán ciertos derechos cuando el viaje se interrumpa antes de llegar al destino (quién se quedará con las ruinas, más o menos útiles, del proyecto, por ejemplo), quién habrá de correr con qué gastos comprometidos, quién tendrá derecho a que se le reembolse la inversión que hizo, etc. es parte de la utilidad propia de un contrato.
A menudo se nos acusa a los abogados de cenizos, por ponernos en los peores supuestos, pero es necesario prever las consecuencias de un naufragio para dotarse de los medios que las mitiguen cuando acaezcan. Por aciagas que sean. Por eso hemos de anticipar situaciones de desacuerdo, o de frustración de los planes, incluso aunque no sea por desistimiento mutuo. Habrá que contemplar, como mínimo, los criterios que permitan deshacer el ovillo en que el dinero, los esfuerzos, el tiempo y las creaciones de cada una de las partes de un negocio inconcluso seguramente se habrán tornado. Siempre cabe cortar el nudo gordiano con el tajo de un juez, desde luego, pero ello implicará más costes y dilaciones, y un mayor grado de incertidumbre. Mejor resolverlo por las buenas o, por lo menos, dejar sentadas las guías que, incluso acudiendo al auxilio judicial, permitan deshilvanar la situación con eficacia.