A menudo nos encontramos con estas dos expresiones usadas como sinónimas y, aunque efectivamente comparten la raíz y gran parte de sus atributos, no son, sin embargo, equivalentes. Conviene, pues, deslindarlas.
La propiedad intelectual es, en realidad, el conjunto principal, del que los derechos de autor son un subconjunto. Puede argumentarse que sea el mayor y más importante, pero no deja de ser sólo uno de ellos. Es cierto que, sin la actividad creativa del autor, no existiría obra alguna de propiedad intelectual sobre la que proyectar derechos. Pero no es menos cierto que sin la actividad de otros titulares de derechos sobre la misma obra, ésta pasaría inadvertida en el mejor de los casos.
Pensemos en un guion cinematográfico o en una obra teatral: poco serían si no hubiese un productor dispuesto a realizar una película o un drama basado en ellos; ciertamente podrían ser publicados como meras obras literarias, pero no es esa su vocación natural. Y al productor añádansele directores que organicen el rodaje o la función, actores y actrices que encarnen a los personajes, compositores que creen la banda sonora, músicos que la interpreten, productores fonográficos que la registren, entidades de radiodifusión que la difundan, etc. Los quehaceres de todas estas personas resultan en derechos de propiedad intelectual, aunque no sean, en sentido estricto, derechos de autor (con las excepciones del compositor de las músicas y del director), que denominamos derechos afines de propiedad intelectual.
En el mundo de hoy, donde la cultura, en gran medida, está plenamente industrializada, la concurrencia de autores y otros titulares de derechos de propiedad intelectual es necesaria para que las creaciones puedan recorrer todo el camino desde su creación desnuda en la mente del autor, hasta su llegada al receptor, pasando por el proceso de construcción y enriquecimiento que implica la participación de los titulares de derechos afines.
Aunque la génesis de la propiedad intelectual moderna comenzó por los derechos de autor, históricamente pronto se incorporaron otros, que hoy, bajo esta denominación de derechos afines, constituyen el segundo subconjunto que completa aquella.
Puesto que ambas clases proceden de un mismo concepto y responden a la aspiración de proteger un mismo bien – la creación y difusión de la cultura bajo un mismo cuerpo jurídico – es normal que compartan muchas de sus características, aunque no todas. Podríamos decir que los derechos de autor constituyen la infraestructura y los derechos afines la superestructura. Las diferencias se aprecian en cuestiones tales como su extensión y duración, y en otras características intrínsecas como los derechos morales que comportan, etc.
Así pues, hablamos en general de derechos de propiedad intelectual, y como subconjuntos que la conforman, de derechos de autor y de derechos afines.
El uso ambiguo de estas tres expresiones carecerá de relevancia mientras nos hallemos en un ámbito común, pero debe ser desterrado de instrumentos llamados a mantener el rigor, como contratos u otra documentación jurídica, so grave riesgo de dar lugar a malentendidos indeseables u otras consecuencias perniciosas. En el Derecho y en los negocios, como todo en la vida, es crucial saber de qué hablamos.