Uno más de los mitos, por no decir errores gruesos, que circulan por la industria para oscuro extravío de quienes los creen, es que los objetos también tienen derechos de imagen: a menudo vemos cláusulas contractuales por las que se autorizan o ceden los derechos de imagen de los objetos que aparezcan con motivo de algún rodaje.
Empecemos por el principio: los vulgarmente llamados derechos de imagen son en realidad un conjunto de derechos definidos al amparo de una norma, la Ley Orgánica 1/1982, sobre protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen.
Se trata de varios derechos, separables y diferenciables entre sí, de la personalidad. En principio, de la personalidad física. Es cierto que, a lo largo de los años, se ha ido admitiendo que la reputación de las personas jurídicas puede hacerlas merecedoras de algunos derechos de esta índole, pero obviaremos esta derivación del asunto para no embrollarnos.
Siendo derechos personalísimos, sus titulares son los seres humanos cuyo honor, cuya intimidad personal, cuya intimidad familiar, cuya imagen estén en cuestión (cualquiera de ellas o todas juntas). Todos tenemos estos derechos por el mero hecho de ser personas (según el Código Civil, la personalidad se adquiere en el momento del nacimiento con vida, una vez producido el entero desprendimiento del seno materno); pero solo nosotros, las personas y nadie más, los tiene.
Para seguir, los objetos no pueden ser titulares de derechos. La única y afortunada salvedad hacia la que se encaminan las leyes del mundo civilizado son los animales, antaño bienes muebles semovientes, hogaño seres sintientes, a los que alcanzan algunos derechos aun cuando ello no implique el reconocimiento de personalidad alguna. Pero tampoco tienen derechos de imagen (al menos de momento).
Ni los barcos, ni las mesas, ni los coches, ni las macetas (con flores o sin ellas), ni las casas, ni las farolas tienen derechos de imagen. Tampoco los animales: ni Chita, ni Babe, ni Willy, ni Pancho, ni uno solo de ellos. Absolutamente ninguno. No tienen honor, ni intimidad personal y familiar, ni propia imagen.
No puede obtenerse algo de quien no lo tiene. En román paladino, recabar autorizaciones de derechos de imagen de objetos es pedir peras al olmo. No pueden dárnoslos, si nos dan algo (sus dueños, claro está), no serán derechos de imagen sino otra cosa (probablemente alguna aberración jurídica), y es de lógica elemental que no debemos pedírselos (insistimos: ¿cómo nos van a dar lo que ni tienen ni pueden tener?).
Cosa distinta es que para acceder a los muebles que nos interesen sí precisemos el permiso de sus dueños (o de quienes ostenten los derechos pertinentes para ello, aunque no lo fueren). Si para rodar con un animal en concreto necesitamos acceder a él (sea que vayamos a su casa con las cámaras, sea que nos lo traigan al rodaje), es obvio que deberemos obtener el permiso de su amo. Lo mismo respecto a bienes de otra índole cuyo acceso haya de pasar por el beneplácito de quienes los tengan bajo su control. Firmaremos para ello contratos de arrendamiento de localizaciones, de arrendamiento de servicios, de comodato, u otros, pero en ningún caso habremos de perseguir la quimera de los derechos de imagen de las cosas.