Hay quienes piensan que más es mejor, siempre. Cuanto más extenso, más abarrotado de cláusulas, cuanto más farragosas y reiterativas, mejor será el contrato. Es un craso error muy extendido entre quienes navegan las tenebrosas aguas de los mitos. La creencia de que la virtud de los contratos es proporcional a su peso está muy arraigada incluso entre quienes los negocian y manejan a diario.
Los contratos regulan la relación entre quienes los otorgan. Por eso, han de cumplir una doble función: de una parte, establecer el régimen legal de dicha relación, en la que el contrato actuará como ley entre las partes; de otra, servir de guía o manual de uso para que las mismas sepan qué han pactado y cómo se ha de llevar a cabo.
En países de tradición compilatoria, como el nuestro y casi todos los de Europa, el fuste de la contratación nos es proveído, de modo efectivo y muy completo, por leyes generales como el Código Civil, el Código Mercantil y otras (en nuestra industria, por ejemplo, la Ley de la Propiedad Intelectual). Tanto es así que estas leyes tienen eficacia supletoria, de suerte que son automáticamente aplicables a las relaciones contractuales en cuantos extremos no sean concertados de otro modo por las partes (cuando esto último sea posible, es decir, cuando no estemos en presencia de normas imperativas).
Por el contrario, otros países, y en especial los Estados Unidos de América, no disponen de estas compilaciones legales supletorias (aunque California es la excepción). Allí los contratantes están compelidos a regular todos los extremos que atañan a su relación, incluso los más básicos, so riesgo de caer en una indefinición normativa que pueda ser luego difícil de salvar. Por este motivo vemos extensísimas cláusulas generales, a menudo bajo la rúbrica de standard terms en los contratos de tales países. Sin embargo, la ausencia de regulación expresa en nuestros contratos no implica ese riesgo. Más bien al contrario, si no lo justifica el caso, probablemente no hagamos más que reinventar la rueda y, probablemente, en una versión más tosca y menos redonda de la que ya nos ofrecen nuestras muy probadas leyes supletorias.
Son paradigmáticas las cláusulas tituladas, sin rubor, miscelánea, batiburrillos de obviedades y reiteraciones ya presentes en los códigos Civil y Mercantil, que en nada los mejoran y frecuentemente causan distorsiones.
No obstante, la segunda función de los contratos, servir de manual de usuarios, puede justificar, en su justa medida, la mención de extremos que, para los juristas, resultan superfluos u obvios. Así será cuando el contrato haya de compendiar las reglas de funcionamiento de la relación, más allá de la estricta necesidad técnica de regular sólo algunos de sus extremos.
Conviene tener presente lo anterior, y saber juzgar la conveniencia de los contratos por los méritos que ofrezcan para dirigir y guiarnos en los asuntos que constituyan su objeto, tanto técnicamente como para comodidad de sus partes. La valía de los contratos no se mide por palabras.