En estos días hemos visto, por enésima vez, el deplorable mal ejemplo de alguna dirigente política insultando, a las claras aunque a media voz, a otro representante electo del pueblo soberano.
Aunque existen en las leyes excepciones que amparan a diputados por las opiniones que manifiesten en el ejercicio de sus funciones, en este caso es más que dudoso que el exabrupto de la protagonista pueda ampararse en este supuesto. En general, los insultos quedan fuera de la ley y atentan contra el derecho al honor. Recordemos que este derecho fundamental se regula con el de la intimidad personal y familiar, y el de la propia imagen, en una misma norma, aunque sean conceptos distintos.
El Tribunal Supremo es rotundo: en España no existe el derecho al insulto, y la protección del derecho al honor debe prevalecer frente a la libertad de expresión cuando se emplean frases y expresiones ultrajantes u ofensivas, sin relación con las ideas u opiniones que se expongan, y por tanto, innecesarias a este propósito, dado que {la libertad de expresión} no reconoce un pretendido derecho al insulto.
¿Pero no es cierto que, cuando se trata de cargos públicos, la prevalencia de la libertad de expresión decrece? Así es, pero no de manera absoluta. Prosigue el Tribunal Supremo: el sacrificio del derecho al honor del cargo público solo se justifica cuando contribuye al debate político en una sociedad democrática, incluso cuando se haga de un modo hiriente o desabrido.
Es decir, sí admiten nuestras leyes las expresiones duras, de censura o crítica extremada, mas, como, por su parte, aclara el Tribunal Constitucional, se excluyen las expresiones absolutamente vejatorias, es decir las que, en las concretas circunstancias del caso, y al margen de su veracidad o inveracidad, sean ofensivas u oprobiosas y resulten impertinentes para expresar las opiniones o informaciones de que se trate. Quienes ostenten cargos públicos, o por otros motivos tengan relevancia pública, no pueden verse privados del derecho al honor, y no cabe desvirtuar este principio invocando, sin más, la libertad de expresión.
Adviértase que cuanto hemos dicho es válido no sólo en el ámbito de la disputa política, o entre gente cuya proyección pública pueda acarrear cierto estrechamiento de la protección de su honor, sino también – y con tanto más vigor cuanto más protegido está ese mismo derecho fuera de tales esferas – en el cotidiano de quienes no desempeñen actividades públicas.
Constatada la ilícita vulneración del derecho al honor, cabría demandar su reparación mediante indemnización ante los tribunales de justicia, pero esta iniciativa incumbe solo al ofendido, que puede dejar pasar el insulto, sin más.
En conclusión: la libertad de expresión no ampara los insultos, ni siquiera cuando provengan de políticas malhabladas y se dirijan a otros políticos (sean, a su vez, malhablados o no). El derecho al honor que, afortunadamente, todos tenemos, ha de predominar.