Son muchos los que abogan por la supresión de la propiedad intelectual, y no pocos quienes querrían hacernos creer que lo han logrado mediante instituciones como el copyleft o las licencias de creative commons.
Los licenciantes de estos regímenes ofrecen sus obras de propiedad intelectual libremente a terceros, sin imponerles más obligación que la de perpetuar la misma condición en las sucesivas obras que, por transformación, dichos terceros lleguen a desarrollar de las primeras. En otros casos simplemente establecen otras restricciones, como la de prohibir usos comerciales, etc. Su aplicación normalmente se da a conocer mediante algún distintivo de las organizaciones que las promueven, según su propio catálogo. Ahora bien, ¿implican estas licencias, cualquiera que sea su especie, la abrogación de la propiedad intelectual?
No. Todo lo contrario: el otorgamiento de permisos o licencias sobre obras de propiedad intelectual implica, por definición, el ejercicio de derechos de esa misma índole. Solo quien sea titular de los derechos de explotación de una obra podrá conceder su libre uso a terceros.
En el caso de licencias con libertad restringida esto es obvio: la única diferencia práctica con otras licencias cualesquiera es que algunas de las que contemplamos están catalogadas de antemano para facilitar su empleo a quienes gusten servirse de dicho catálogo (y de sus signos de publicidad). Cuando se trata de licencias de absoluta libertad la situación es pareja: existe una renuncia al ejercicio de los derechos de propiedad por parte de su otorgante, pero es evidente que no se puede renunciar a lo que no se tiene, ergo es preciso ser titular de derechos para poder ofrecerlos sin más.
La intelectual, como ya hemos recordado en otras ocasiones, no es más que un tipo especial de propiedad. Le son, pues, de aplicación las mismas nociones generales de aquélla en tanto su especialidad, según la decreten las normas, no imponga alguna diferencia.
Una de estas es que la intelectual incorpora ciertos derechos, denominados morales (también hemos hablado ya de ellos en otros artículos), que son irrenunciables e inalienables, por lo que siempre pertenecerán (y en exclusiva) a su titular original. En la propiedad ordinaria cabe hacer una renuncia plena, pero, como vemos, en la intelectual no. Es decir, aun cuando otorguemos una licencia de entera libertad para el uso de nuestras obras, no podremos renunciar nominalmente a nuestros derechos morales, aunque, como es natural, sí podremos optar por no ejercerlos cada vez que hubiere ocasión de ello.
Tampoco deben confundirse estas licencias, ni la protesta de que anulan la propiedad intelectual (inexacta por no decir falsa, como vemos) con el paso de las obras a dominio público. Esto último se produce por la extinción legal de los derechos de propiedad intelectual, que no son eternos (a diferencia de la propiedad ordinaria); extinción ordenada por la ley y contra la que no cabe actuación de los titulares de derechos.
Para escapar de la propiedad intelectual es menester escapar del ordenamiento jurídico en pleno, no caben soluciones parciales.