En el ámbito de la propiedad intelectual, distinguimos fundamentalmente dos tipos de ordenamientos jurídicos: los que surgen del sistema continental y se agrupan bajo la denominación doctrinal de droit d’auteur, así, en francés, y los que lo hacen bajo la de copyright, así, en inglés. Otros, como el iraní, directamente niegan la propiedad intelectual, pero desdeñaremos esta opción aquí, so riesgo de quedarnos sin contenido para el artículo.
Pertenecen al primer grupo los países de la Unión Europea y otros bajo su influencia histórica. Al segundo, principalmente los Estados Unidos de América. A Reino Unido lo vamos a dejar hoy tranquilo en su burbuja brexitera.
Según el sistema europeo, toda obra de propiedad intelectual nace del magín de su creador, y, por tanto, tiene un autor en su origen. Autor que será, en tanto que su titular primigenio, quien decida qué hacer con ella. Previsiblemente, explotarla por sí mismo o a través de terceros. Nuestra Ley de Propiedad Intelectual no contempla ninguna otra posibilidad. Según su artículo primero, la propiedad intelectual de una obra literaria, artística o científica corresponde al autor por el solo hecho de su creación.
El hecho de que, como apuntamos, posteriormente la obra sea explotada por terceros (mediante la cesión de los derechos correspondientes, como, por ejemplo, en el caso de un guión cinematográfico, o una novela, o una música) no contradice este enunciado inicial. En el comienzo fue el autor. Y el autor, según nuestra ley, es siempre una persona física, una persona natural. Una mujer o un hombre, en definitiva. Si acaso, una pluralidad de ambos. Pero nunca una persona jurídica (una empresa, fundación, o entidad de otra índole).
Esto es así incluso cuando, como prevé el Estatuto de los trabajadores, opere la presunción de cesión de las obras creadas por un empleado al que, justamente, se haya contratado para generarlas en favor de su empleador. El empleador, sea una persona natural o jurídica, adquirirá los derechos de explotación de la obra, pero el autor original seguirá siendo el empleado.
Por el contrario, en el sistema estadounidense puede una persona física o jurídica encargar la creación de una obra a un tercero, bajo la rúbrica de work for hire, de suerte que su autor original sea, a todos los efectos legales, quien la encargó, y no quien la haya creado.
La transcendencia de esta diferencia es muy grande. Las leyes europeas otorgan a los autores ciertos derechos irrenunciables, que despliegan sus efectos en una doble vertiente: derechos morales por un lado, que implican ciertas facultades de defensa de la obra creada, y derechos económicos por otro, de los que una parte corresponde siempre a los autores y se cobra a través de las entidades de gestión colectiva (SGAE, DAMA, AISGE, etc.; hablaremos sobre ellas otro día). Otra parte de estos derechos económicos es la que se incorpora al comercio y permite que sean otros quienes exploten las obras creadas por sus autores (personas físicas).
En Estados Unidos de América los derechos morales no están reconocidos (y su existencia a favor de autores europeos les propicia más de un susto, aunque no del todo justificado), y la posibilidad de que el autor sea el comitente (quien encargó la obra a su autor), hace que todos los derechos económicos queden en su favor.
A reserva de las connotaciones y finezas técnicas que el Derecho exige ponderar en el ámbito de los negocios, la conclusión es que no todo es igual ni lo mismo, y que conviene saber por dónde nos movemos antes de dar las cosas por sentadas.