Hace poco ha sido editada póstumamente una novela de Gabriel García Márquez. No es la primera vez, ni será la última, que los herederos de algún creador deciden divulgar una de sus obras tras su muerte.
La facultad de divulgar o no las obras propias, y de qué modo, se integra en los derechos morales que, según la Ley de la Propiedad Intelectual, caben a todos los autores. Este derecho es heredable y puede ser ejercido por los sucesores del autor durante setenta años contados desde su óbito.
Pero no solo los herederos directos pueden ejercer este derecho. La misma ley prevé que puedan pronunciarse al respecto los jueces cuando, a la muerte del autor, sus sucesores decidiesen no divulgar la obra en condiciones que vulneren lo dispuesto en el artículo 44 de la Constitución. Este precepto constitucional manda a las autoridades promover y tutelar el acceso a la cultura en pro de todos. La actuación de los jueces puede ser instada por la administración pública e incluso por cualquiera que tenga interés legítimo en ello.
Hasta aquí nos hemos referido a los derechos morales que pivotan sobre la publicación póstuma, pero téngase presente que la propiedad intelectual tiene también una vertiente encarnada por derechos de índole patrimonial. Estos derechos pueden ser ejercidos libremente por los sucesores del autor siempre que no conculquen sus derechos morales. Tal es el caso, por ejemplo, del popular personaje Astérix, cuyos autores, Goscinny y Uderzo, ya fallecieron, pero del que siguen publicándose nuevas aventuras. Lo mismo ha ocurrido en el ámbito audiovisual con personajes como James Bond o en el literario con otros como Lisbeth Salander.
Nótese que son supuestos bien distintos: en el primero nos referimos al derecho moral a decidir sobre la divulgación de la obra, y en el segundo a la mera explotación (por sus legítimos sucesores) de obras ya divulgadas en vida del autor, aludimos a sus derechos económicos.
Ahora bien, el segundo caso no implica la desaparición de los otros derechos morales que sobreviven al autor: los de exigir el reconocimiento de la autoría, y de oponerse a deformaciones o alteraciones que puedan conllevar perjuicio a sus legítimos intereses o menoscabo a su reputación. Es obvio que si existe unanimidad entre los sucesores de los autores llamados a ejercer estos derechos, no habrá problema, pero, ¿qué sucedería si, siendo varios, algunos estuviesen a favor de la publicación y otros en contra?, ¿podría tenerse la abstención del autor de publicar la obra en vida como prohibición que hubiese de prevalecer tras su muerte?, ¿debería primar el derecho de todos a acceder a la cultura, cuando, como en el caso del Sr. García Márquez, su solo prestigio otorgue un valor indubitado a la obra desconocida? Son estas cuestiones muy interesantes que, empero, no pueden dilucidarse en abstracto; se precisará un examen concreto del caso que habría de sustanciarse, a falta de acuerdo entre los legitimados para decidir al respecto, en sede judicial.