El pasado mes de junio tuvimos noticia de la restauración del cuadro “Ronda de noche” de Rembrandt, por el equipo del Rijksmuseum holandés. El lienzo, de grandes dimensiones, había sido mutilado cuarenta y seis años después de la muerte del pintor. A tijeretazos, literalmente, alguien había forzado su entrada en el ayuntamiento de Ámsterdam en 1715. Ahora, la obra ha recuperado su integridad gracias al esfuerzo de técnicos modernos.
Si Rembrandt lo hubiese sabido, podría haber organizado el cuadro en un tríptico plegable, o (¿por qué no, si hablamos de hipótesis?) haber elegido nacer ya al amparo de las leyes de propiedad intelectual, a partir del siglo XIX, aunque habría tenido que esperar hasta la segunda mitad del XX para ver sus derechos morales protegidos.
Los derechos morales son uno de los subconjuntos que integran la propiedad intelectual, y otorgan a sus titulares ciertas facultades de defensa de su obra. Son derechos irrenunciables e inalienables, es decir, no es válida su renuncia, ni su titular puede ser desposeído de ellos de ningún modo. Los pactos en contrario de estas dos condiciones podrán ser, por tanto, declarados nulos (que los derechos morales no sean mencionados en contratos u otros documentos no implica su abandono o negación). No obstante, estos derechos se transmiten a los herederos y sobreviven a sus titulares originales durante setenta años.
Sus titulares originales son los autores, quienes, en virtud de ellos, pueden defender los aspectos morales de sus obras, aunque en ocasiones esto pueda exigir indemnizar a quienes resulten afectados en sus legítimos intereses por los cambios de criterio de los primeros. También los artistas tienen algunos, más limitados y de más reciente creación legal, pero que en esencia atienden a los mismos fines.
La Ley de la Propiedad Intelectual lista los derechos morales que son, por tanto, numerus clausus: decidir si la obra ha de ser divulgada y en qué forma; si hacerlo bajo su nombre, seudónimo o anónimamente; exigir que se reconozca la autoría de la obra; exigir que se respete su integridad (aquí suspiraría Rembrandt); modificar la obra o incluso retirarla del comercio (indemnizando a quien resulte afectado por ello); y acceder al ejemplar único o raro de la obra cuando se halle en poder de terceros.
Son infrecuentes, pero de ningún modo excepcionales, los pleitos sobre estos derechos. En el ámbito audiovisual se ejercen sobre la versión definitiva de la obra, según sea establecida por el director y el productor. Es habitual que los directores acepten cierto margen cuando algún tipo de censura es inevitable (sea política, por ejemplo en países sin libertad de expresión; sea comercial, por ejemplo para su exhibición en aeronaves o trenes, donde no se puede separar al público infantil), y también que al establecer tal versión definitiva se dé preeminencia al interés del productor. Empero, en caso de discrepancias insuperables, su resolución puede ser muy difícil.
Los derechos morales se erigen como un mínimo de respeto a la dignidad personal y creativa de sus titulares, y por eso se les dota de vigor por encima de los acuerdos entre las partes, pero tampoco deben confundirse con una patente de corso para amparar caprichos o reparar agravios ficticios. Pobre Rembrandt.