Traducir es crear

Por Fernando Fernández Aransay, de Aransay | Vidaurre Copyright & Image Lawyers.

Ya hemos explicado que las obras de propiedad intelectual exigen cierta sustantividad propia para serlo. También que la transformación de unas en otras requiere el permiso de los titulares de las primeras, sin perjuicio de que quienes creen las segundas puedan ser, a su vez, titulares de estas últimas, con sus propios y distinguidos derechos.

Una variedad de transformación de una obra en otra es la traducción. Transformación que no solo se da en el ámbito literario tradicional (libros y otras publicaciones escritas), sino de manera muy señalada también en la industria audiovisual. Piénsese en los innúmeros guiones, argumentos, diálogos y demás elementos de naturaleza literaria que se integran en las obras audiovisuales, provisional o definitivamente. Tales traducciones bien pueden merecer reconocimiento como obras de propiedad intelectual por derecho propio.

traducir

Como hemos repasado, es condición previa para la explotación (si se ha de ser pública) de las traducciones, la autorización de los titulares de las obras previas. Luego, las traducciones pertenecerán a sus creadores, que podrán a su vez ceder sus derechos, en todo o en parte, a terceros. Así ocurre, por ejemplo, con las que encargue la distribuidora que haya de doblar o subtitular alguna película cinematográfica para su explotación en salas de cine o en plataformas digitales.

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Distintas traducciones de una misma obra tendrán distintos méritos y distinta valía según la pericia del traductor, pero, además, el medio al que estén destinadas impondrá sus condiciones. No es lo mismo traducir diálogos para hacer subtítulos que hayan de condensarlos y permitir que el lector siga la narración a tiempo, que adaptarlos para que aparezcan en la boca de los personajes merced a la locución de los actores de doblaje. Los condicionantes de la aparición en la pantalla de quienes los declamen y las particularidades de la dicción en idiomas distintos impondrán sus propios cuidados.

Con la salvedad de las que puedan calificarse de meros automatismos o de ínfima esencia creativa, la regla general es que las traducciones constituyen obras de propiedad intelectual que confieren al traductor derechos propios. No pueden emplearse, imitarse ni aprovecharse traducciones ajenas sin permiso, so pena de incurrir en ilícitos civiles e incluso penales.

Nótese que el hecho de estar las obras originales en dominio público no desvirtúa este principio. El traductor de, por ejemplo, Shakespeare al español, ostentará sus propios derechos sobre la traducción en atención al tiempo de la creación de ésta, no del de la obra original.

Por más que haya programas informáticos de traducción (cuya utilidad no discutimos), traducir no es reemplazar palabras. Un buen traductor ha de tener un profundo conocimiento de la obra, su entorno, el estilo y los recursos usados por el autor, un dominio adecuado del idioma de destino, evaluar las condiciones del tiempo y el lugar al que se dirija y, en fin, sortear otras dificultades objetivas como las que hemos citado del ámbito audiovisual. Por todo ello, el traductor merece ser respetado como autor de su propio trabajo.

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